En la Plaza Dignidad
Dario Ergas
Grupo de Estudio, Cultura y Espiritualidad, Santiago, Chile Diciembre 2020
Experiencia de la Dignidad
Hay una demanda de los movimientos sociales en Chile y en el resto del mundo por “Dignidad”.
La Plaza Dignidad, El pueblo está en las calles pidiendo dignidad, Los Indignados, Ni una menos,
Vivas nos queremos, No es no, Black Lives Matter, la culpa no era mía; tienen un trasfondo de
indignación y un grito para recuperar la dignidad arrebatada.
Este sentimiento de indignación de pronto explota, y lo que hasta hace un minuto me parecía
normal y soportable, ahora es imposible seguir soportándolo y me pone en un estado de
desobediencia, de protesta y de subversión; y además parece despertar al mismo tiempo en una
sincronía social y mundial de mucho interés.
De un momento a otro, un detonante, aparentemente secundario o cotidiano, despierta mi
conciencia y descubro que estoy siendo abusada o abusado, dañado en una intimidad, en algo
muy propio, que no podía ser dañado, algo que era y es sagrado.
Esta indignación me hace renunciar al sistema de leyes y valores a los que subscribía, y ya sin
importar las consecuencias, sin miedo a las reprimendas de las autoridades y de las miradas de las
jerarquías, me aparto de ellas para burlarlas. Burla que puede ser manifiesta en las calles o en
cantar de las ollas, o en los likes de las redes sociales, o silenciosa, en forma de reserva mental del
que debe obedecer por necesidad, pero obedece desde el desamor y ya no como pasaba tan sólo
un momento antes, desde el compromiso. Tal vez no salga a la calle, ni enfrente a los colosos
lanzaguas de la policía, pero ahora no estoy del lado de la represión, ni digo “por algo será”, sino
que estoy en rebeldía, y voy acumulando un enojo, porque las autoridades no ven, no oyen, no
entienden. No nos ven, no nos miran, somos “los que sobran”.
La interpretación que hacen las instituciones del despertar de la dignidad, creyendo que se trata
de un asunto de mas o menos dinero, creyendo que todo tiene precio, y que se trata de plata para
controlar a un grupo de ignorantes, o de salvajes, o de huevones, aleja la comprensión del
fenómeno humano del que estamos siendo testigos. Es cierto que las demandas se traducen en
dinero, pero su valor es simbólico y no es económico; su valor simbólico es la recuperación de la
dignidad, del ser vistos, ser reconocidos como pares, con derechos, en un espacio vital inviolable y
sagrado.
¿Qué es lo que está siendo dañado por los poderosos, o los que tienen el control, o los que se
privilegian de ese modo de tratar a la gente?
El poderoso, el que abusa, el que ejerce una autoridad, el que cree que yo cumplo con mi trabajo o
con el deber a la sociedad a cambio de dinero, a cambio de beneficios personales, el que cree que
la lealtad tiene un precio, que la confianza es una mercancía, está a diario y en cada minuto del
existir, dañando algo muy importante que considero mi dignidad. Trabajo por un precio, ok;
cambio mi trabajo por un bien económico, ok; pero no a cambio de mi dignidad.
Ese comportamiento jerárquico al que me someto y me humillo, lo reproduzco con mis
subalternos, con mis hijos, con mis hijas, con mi pareja, a los que también, atropello en su dignidad.
El vínculo humano es corrompido al considerar que es transable por bienes materiales, o intangibles como seguridad o protección; la dignidad es afectada en la desacralización del vínculo humano en la cadena jerárquica ascendente y descendente. Esta sumersión en lo indigno, en el trato que recibo de parte del “superior”, como el trato que doy al “inferior”, me sumerge en el sinsentido en que las ganas de vivir se adormecen día a día. La distorsión del vínculo humano y la
aceptación de tal distorsión al considerarlo una mercancía, o un valor de intercambio, me conduce al sinsentido de la existencia que se expresa como depresión, ansiedad y pánico. Si un modelo social ha logrado la distorsión del vínculo, y lo hace con mi complicidad, la vida personal y social se va volviendo indigna.
La dignidad entonces es lo que me da sentido, la razón por la que vale la pena vivir y al convertirse
en un valor de intercambio, por un aparente consentimiento de mi parte, me vuelvo indigno.
Pierdo dignidad. Chantajeado por las necesidades recibo un tipo de trato que niega mi humanidad,
y yo a cambio de dinero, sea como salario, como préstamo, como subsidio estatal, incluso como
derecho social, “consiento”, acepto la transacción de mi sumisión a cambio de alguna forma del
dinero. Pero también, y esto no es menos importante, pierdo dignidad al tratar de “recuperarla”
sumergiendo a mis subalternos en un trato indigno.
Entonces el trato que recibo es el trato que doy a otros y la situación de indignidad o inhumanidad
se va normalizando en el comportamiento social. Hasta que la situación se hace insoportable y
algún detonante despierta la dignidad dormida, oprimida y recupero mi humanidad. Experimento
que la vida vuelve a mi ser, y las cosas deben cambiar en lo social y en mi vida personal.
De este análisis existencial podemos concluir que sin definir la dignidad, hemos descubierto que es
algo íntimo o intrínseco a mi humanidad, que la pierdo en un tipo de trato hacia mí y a su vez, en
un tipo de trato mío que doy al otro, y que la recupero cuando independientemente de cualquier
valor transaccional, mi conducta recupera la paridad, somos pares, tengo los mismos derechos
que tú, y tú, también tú a quién suelo menospreciar, tienes los derechos que me había atribuido
sobre ti. Así que la dignidad se refleja en el modo de relacionarnos, en el trato humano o
mercantil. Y es bien complejo porque puedo ganarte en un negocio, recibir un buen sueldo y al
mismo tiempo perder dignidad, perder la razón de vivir.
Pueblo, ciudadanía, comunidad
Esta demanda de dignidad, de ser visto y reconocido y tratado en paridad con el que tiene poder
sobre mí y al que aparentemente entregué mi consentimiento para esa autoridad, lo experimento
como individuo; pero como individuo en sociedad. El individuo aislado no existe, está en
estructura con su comunidad y sociedad, aunque crea ilusamente que él y “los suyos” son lo único
valioso del universo.
El individuo se puede experimentar “como pueblo”, como “ciudadano” o como “comunidad”.
Pueblo son los individuos a los que la dignidad les ha sido arrebatada, son los indignos, son los que
sobran. Aquellos que han vendido su dignidad a cambio de algún tipo de beneficio, sea monetario,
sea de protección, o de cualquier tipo.
En cambio el ciudadano, es el individuo cuya dignidad está establecida por las instituciones, por el
Estado o la Empresa de los cuales se siente parte; su lealtad no es transada, porque él “es” la
institución. No comprende cuando la empresa lo “desvincula”, o el estado “prescinde” de sus servicios, o lo “jubila” sin la compensación merecida. El ciudadano vive extrañado de sí, en una
sociedad que es su identidad, y no logra entender porque no le cumple. A eso lo llama corrupción.
En la sociedad perfecta y digna a la que pertenezco algunos se han beneficiado a costa de los
demás. Tenemos que extirpar de las instituciones los seres indignos que las corrompen, y así
recupero mi dignidad.
El individuo en comunidad, no tiene claro que es lo común, siente una identidad que a veces es
contradictoria, no sabe bien qué lo identifica, pero reconoce algo que lo hace pertenecer y que
tiene que cuidar. El descuido lo hace indigno, y transa para que la comunidad no lo desarraigue o
lo exilie. La inestabilidad de la comunidad hace que se transite con facilidad al estado de pueblo, o
al de ciudadano.
Entonces desde el punto de vista de la dignidad, pueblo somos aquellos que transamos nuestra
dignidad a cambio de algún beneficio monetario o de protección; y los ciudadanos somos parte de
la sociedad y nuestra dignidad es el ser parte de ese todo social, al que algunos corrompen para
apropiárselo; esos corruptos hay que extirpar para que la dignidad vuelva a la institución, y por lo
tanto a mí. En comunidad, estamos al cuidado de algo común que no sabemos bien identificar,
pero por el cual nos jugamos y estamos dispuestos a perder dignidad, para no ser desarraigados o
excomulgados.
Pueblo, ciudadanía y comunidad, tienen un problema común. Al primero le fue arrebatada la
dignidad por transarla en el mercado; al segundo se la arrebatan otros ciudadanos que han
corrompido las instituciones; la comunidad pierde dignidad al fanatizarse o desentenderse del
cuidado de lo común que por otra parte no sabe definir. Cómo fuera pierdo “lo que da sentido”,
“por lo que vale la pena vivir” y sin lo cual vivo sinsentido. En ambos casos la indignidad se
normaliza ya que, como pueblo, usurpo la dignidad de mis subalternos a los que exijo un
consentimiento a cambio de algo; o como ciudadano también me corrompo al participar de la
institución corrompida; o como comunidad me fanatizo, o me desentiendo transitando hacia el
pueblo o la ciudadanía.
La violencia
La dignidad es lo que da sentido, lo que me hace ser humano, por lo que vale la pena vivir y ha
sido arrebatada, y además soy cómplice de esa profanación de los valores sagrados de la vida, al
reproducir el trato que recibo a otros que están en situación de “consentir” mi privilegio, o de
“banalizar” la corrupción institucional, o “descuidar” lo que es común.
En algún momento social, por acumulación de abusos y de vivir sin vivir, ocurre algo que alegoriza
todo lo que me pasa y mi conciencia despierta a su dignidad, a su sentido. “Si no quiere pagar los
30 pesos mas del metro, lo cerramos y caminan los piojentos”. “Si no aceptas mi superioridad
blanca, te aplasto como hormiga”. “Si no quiere que la acosen vístase como le obligo pue”. “Si
denuncias a tu comunidad te odias a ti mismo y a tu propia familia”. En algún momento ocurre un
detonante que despierta la conciencia dormida y experimenta su indignación.
El despertar es un volver en sí, “vuelve el alma al cuerpo”, recupero la dignidad y me rebelo a la
normalidad, a lo establecido, y además cuestiono mi estilo de vida que ha sostenido en cierto
modo cómplice la violencia. La violencia es una conducta personal, pero también social o de
grupo, que despoja a otro u otros u otres, de dignidad. Es decir una conducta que corrompe el vínculo humano para utilizarlo. No se trata del consentimiento, mi consentimiento no restaura
dignidad, se trata de la sacralidad de un vínculo que no puede ser utilizado; y si es utilizado, por mi
o por otro, pierdo dignidad. No se trata de que yo “consiente” que me utilices, entonces puedes
hacerlo. No hay tal consentimiento, hay cuidado del vínculo o su descuido, con lo que gana o
pierde dignidad. Yo hago un acuerdo espurio y tu sea por ignorancia, por pasión, o por necesidad
lo aceptas, entonces ese acuerdo ya no es espurio. Falso. Sigue siendo indigno, aunque consientas,
y sobre todo indigno para el que lo formula.
Entonces la violencia es la conducta que arrebata la dignidad al corromper el vínculo sacro de la
humanidad y esto lo puedo hacer no sólo por la fuerza física, también por el chantaje económico,
psicológico y moral.
Al despertar al darme cuenta del trato indigno al que fui sometido, surge la indignación y la ira.
Una rabia contradictoria porque tiene también signos de consentimiento y también
inconsecuencia ya que ese mismo trato lo tuve con otros. El conflicto es social, es de un sistema de
creencias que está derrumbándose y del que soy parte. Víctima y victimario, o más bien nada de
eso, un ser humano que despierta y ahora comprende y tiene que tomar decisiones hacia una vida
nueva.
El despertar clama por un cambio desde una sociedad indigna a otra digna. Y la fuerza de la
dignidad que experimento al despertar de mi sueño de sinsentido, empuja ese cambio que
encontrará las resistencias de los poderosos, de los que supieron beneficiarse de la indignidad,
que con todo tipo de argumentos y aprovechando mis debilidades buscarán el adormecimiento
del pueblo, de la ciudadanía y de la comunidad. Mis debilidades son precisamente, mi
participación en el trato indigno a otros; y mi aparente consentimiento que no sé cómo procesar o
comprender.
Esta tensión es la que se desborda en violencia catártica, esperando sostener la dignidad que
reencontré, pero que la voy perdiendo al sujetarla a “toda costa”, “a cualquier precio”.
Cultura, espiritualidad y estilo de vida
Es muy interesante como toda la revuelta social en Chile se fue decantando en el acuerdo por una
nueva Constitución. La recuperación de la dignidad exige un cambio de estilo de vida. Una vida en
que no me sienta obligado nuevamente a transar mi dignidad y que aquello por lo que fui obligado
a someterme y perder dignidad, sea ahora un derecho. De modo que pueda desarrollar una vida
digna, sin transar lo que considero sagrado. Vamos a construir una sociedad en que cada uno
pueda desarrollar su dignidad, y no que mi dignidad sea el precio del desarrollo.
Sin embargo, no es solo un cambio social y un acuerdo constitucional, es un cambio del estilo de
vida y del modo de vincularnos.
Si como pueblo hemos perdido dignidad por transarla en el mercado y como ciudadanos por
complicidad con las instituciones corruptas, y como comunidad por descuidar lo común o
fanatizarnos, ahora que lo sabemos ¿cómo continuamos este cambio, o esta revolución? Lo simbólico será escribir un nuevo acuerdo social o una nueva constitución. Pero lo importante
será que el camino que nos conduzca a ello cree las condiciones para un cambio en el estilo de
vida no sólo social, también comunitario y personal.
Cómo se hace esto, no lo sabemos. Pero se me ocurre partir por preguntar por lo común.
¿Qué es lo común de lo que ninguno se puede apropiar y todos tenemos que participar como
individuos, como pueblo, como ciudadanía y como comunidad?
Qué es lo común que si alguien lo concentra o lo apropia lo desvincula y lo desune, del resto.
Cuál es ese valor central al que todos tenemos que cuidar como propio pero que nos pertenece a
todos.
Estamos a cargo de qué, al cuidado de qué. Es claro que cuando lo descuido el existir se
experimenta sinsentido. Y cuando lo cuido despierta la dignidad.
Muchas veces se dice “hago esto por mi familia, por mi patria, etc.” y con eso justifico la violencia
que ejerzo. Hago esto por autodefensa, y con eso justifico la violencia que ejerzo. Y los dedos
acusadores se levantan para desenmascarar la violencia injustificada, y siempre es tu violencia la
que justifica la mía.
No voy a responder por lo común, quizás mejor que la pregunta rebote en las cavernas del alma.
Pero eso que se responda, es lo que estamos al cuidado. Es lo que es de todos y lo cuidamos cada
uno, cada pueblo, ciudadanía y comunidad. Eso que tenemos en común es lo que se despliega
como cultura. Es lo que se expresa como espiritualidad y nos trasciende.